viernes, 12 de diciembre de 2014

Tenemos potencial

Me pregunto cuánto más vamos a tardar en creernos a nosotros mismos.

Cuánto tiempo más nos va a costar comprender que valemos aunque no podamos decir lo orgullosos que estamos de algunas cosas que hacemos por miedo a que nos tachen de pedantes y de sobraos.

Cuánto más nos va a costar comprender que hacer equipo es más rentable que vivir a codazos.

Cuánto tiempo más vamos a invertir en intentar ser mejor que el de al lado mientras ignoramos nuestro potencial. Que tenemos potencial.

Tenemos

potencial.

Que no sabemos cuál o no sabemos para qué.
Pero que tenemos potencial.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en descubrirlo.

Y sobre todo en convencernos.

Cuánto tiempo más vamos a esperar a que alguien de arriba, con un cargo importante, nos diga: te quiero en mi equipo.

Y entonces creernos.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en ver que uno de nuestros mayores problemas es
que no
creemos
en nosotros.

Que no queremos demostrar lo que sabemos porque siempre habrá alguien que sepa más. Que tenga más másters y más idiomas.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en aprender a vendernos.

Cuánto nos costará llegar a enumerar todos nuestros logros, con orgullo y con ilusión, sin que nadie te mire mal y piense que llegaste a todo eso por enchufes y por vías que no son el esfuerzo. Cuando lo conseguimos a base de perserverancia incansable.

Cuánto nos queda para no hablar desde la envidia. Desde el sé que pude hacer lo que tú has conseguido, pero me pareció complicado.

Cuánto nos queda para aprender a valorarnos. A nosotros y a los que se lo curran a nuestro alrededor.

Cuánto nos queda para aprender a creernos.
Cuánto nos queda para aprender a querernos.

domingo, 19 de octubre de 2014

Arriba las patatas

De cómo casi gano un concurso de Patatabrava en el que exigían empezar así, y terminar así.

- ¡Qué buenas estas bravas!
- Vamos a dejarlo en patatas, que estos alemanes de bravas no entienden…
- Se les da mejor la cerveza.
Ella miró cómo él pinchaba una patata y después le cambió de tema.
- Yo no quería venir de Erasmus a Bremen.
- Ni yo –contestó él sin dudar.
- Ninguno. Pero ahora me alegro de haber terminado aquí. Mucho.
- ¿sabes? No echo tanto de menos España.
- ¿cómo que no? Yo sí.
- Yo no. Echo de menos el clima, el sol, sí, mis amigos, vale. Pero no tengo unas ganas enormes de volver. No me quedaría más de un año o un año y medio, eso seguro, pero no me apetece volver por el momento…  aquí estoy muy bien.
- Lo a gusto que estás en un sitio se mide en cuánto echas de menos otros sitios.
Él sonrió pero no dijo nada, y ella siguió hablando.
- ¿y después qué?
- ¿después? –contestó él mientras seguía comiendo- ¿de la Erasmus?
Ella asintió antes de beber un trago de cerveza.
Él se encogió de hombros y siguió hablando.
- Después nada. O después todo, yo qué sé. Esto es todo mentira, Clara, cuando esto acabe todo será mentira. Nada une esta vida con la vida que tenemos en España. No hay nada ni nadie en común. Podríamos pensar que todo ha sido un sueño si no tuviéramos ni fotos ni Facebook. Un día nos despertaremos. Y no sé si va a doler o si va a ser la hostia. O las dos cosas.
- De nosotros depende.
- Sí. Y la cuenta atrás empieza pronto.
- No digas eso, nos quedan cuatro meses todavía.
- Mira cómo ya los puedes contar con los dedos de una mano – sonrió él cogiendo la jarra de cerveza.
Se quedaron callados un momento. Hasta que ella volvió a hablar.
- Pero no digas que es mentira. Nos llevamos mil cosas de aquí. Y mil personas, y volvemos diferentes, volvemos siendo totalmente otros. Volvemos un poco más mayores y un poco más sabios.
- Sí, eso es verdad.
- Y en España no hay esta puta mierda de patatas –dijo ella, y pinchó otra patata.
- Y más pronto que tarde las estarás echando de menos.
- Odio la sensación de saber que echaré de menos algo que ahora odio.
- Pues deja de odiar.
Ella lo miró  y medio rio moviendo la cabeza y quitándole importancia a lo que él había dicho.
Se volvieron a callar.
Hasta que ella volvió a hablar.
- Y no tengo ni idea cómo va a ser vivir con los kilómetros de por medio. Pero creo que las cosas se mantienen cuando realmente hay cosas que mantener.
Silencio.
- Que las hay.
- Pero cualquier día estamos comiendo bravas de verdad otra vez –dijo él.
Ella rio y pinchó otra patata.
- Ya veremos luego. Pero mientras tanto… ¡arriba las patatas!
Abril 2013

lunes, 23 de junio de 2014

Estoy cansada de la soledad de las pantallas que no son más que un puñado de píxeles que nos hacen sentir acompañados cuando no lo estamos.
Porque un puñado de píxeles a veces pueden darte lo que necesitas pero nunca serán una persona en directo. Nunca serán un gesto, un detalle, un mirar, ni un silencio, sino un en línea y un par de ticks.
Estoy cansada de la soledad de las pantallas porque nos hacen creer que estamos, cuando no estamos. Cuando sólo hay kilómetros y distancia, cuando termina agotando este querer hablar, este querer estar, este querer compartir y solo
encontrar
botoncitos y muñequitos
que aunque provoquen más de una sonrisa y de una risa, lejos de unir, separan.
Estar rodilla con rodilla o codo con codo es estar.
Estar pantalla a pantalla, tú en tu cama y yo en la mía no es estar. Es una sensación incómoda y al mismo tiempo violenta porque es como si estuviéramos acompañándonos en ese mismo lugar y tampoco quería eso.
Estoy cansada de las pantallas que en invierno se enfrían y en verano se calientan y que obedecen órdenes a base de paréntesis, puntitos y demás caracteres y símbolos que si los piensas fuerte nunca fueron expresivos, fueron siempre la burocracia del lenguaje, se usaron siempre por necesidad y no por sentimientos.
Y mira dónde hemos llegado.
Que me cansan los píxeles porque yo lo que quiero es que nos juntemos y seamos tan felices hablando en directo que se nos olvide que tenemos móviles y ordenadores, que se preocupen porque llevamos tres horas sin conectarnos.

Pero claro, para eso, primero, tenemos que tener claro quiénes. 

jueves, 19 de junio de 2014

Un día leí que la vida son objetivos, un constante querer ser y querer hacer, una sucesión permanente de metas. Y que si no, nada tiene sentido. 

Igual la envidia es un poco eso, inconscientemente. 





viernes, 9 de mayo de 2014

El hoy es el ayer nostálgico de mañana


Saber que lo que hoy te sobra, un día te faltará, es una sensación muy extraña.
Tirando un poco a pena.

Porque no se puede hacer nada.

Cuando de repente te das cuenta de que un día estarás echando de menos algo o alguien, entonces decides aprovechar al máximo, disfrutarlo y ser feliz el tiempo que dure, porque sabes que se acabará. Una erasmus. Una de las enseñanzas más grandes y más importantes que me traje de Alemania: vivir cada momento, porque se acaba, porque sabes que se acaba, que hay una fecha y ya no vuelve más este estar aquí, y así. Pero cualquier cosa se puede acabar, sin que exista una fecha de caducidad ni un día de despedida marcado en el calendario por un vuelo ya comprado. Cualquier cosa puede cambiar sin necesidad de una catástrofe, sino simplemente porque hay giros inesperados, casualidades buenas o malas, destino o llámalo como quieras.
Etapas. Saltar de una a otra sin darte cuenta de lo que vas dejando atrás.
Por eso, cuando de repente eres consciente de que estás en una etapa y puedes pasar a otra en cualquier momento, entonces decides –entonces decido- aprovechar y disfrutarlo como si se acabara mañana. Es la moraleja más vieja: un carpe diem como una casa. 
Y estar así probablemente más preparado para los finales. Un final no se puede asumir bien si llega de repente y sin haber pensado en él previamente. Y ya lo dice el publicista, crecer es aprender a despedirse.

Pero saber que lo que hoy te sobra, un día te va a faltar, es una sensación muy extraña.
Porque no se puede hacer nada.

Porque no puedes tomar esa decisión de aprovechar al máximo lo que tienes ahora, porque te parece una mierda. Y lo peor es saber que, con el tiempo y mirando para atrás de lejos, dejará de parecerte una mierda. Porque el recuerdo consiste, más veces de las que debería, en idealizar el pasado.
Eliminamos las partes malas y nos quedamos con las suficientes buenas como para poder mirar atrás y decir qué tiempos aquellos. Cuando a lo mejor no lo fueron tanto. O sí, y no fuimos capaces, por aquel entonces, de ver que había mucho más bueno de lo que pensábamos. Que lo malo nos cegaba, hacía mucho ruido, y realmente no era para tanto. Que no le dimos la importancia que debían tener a algunas cosas y le dimos demasiada a otras que no se la merecían.

Supongo que hay que relativizar. Que ni lo malo es tan malo, ni lo bueno fue tan bueno.

Pero Alemania me enseñó a mirar más para adelante que para atrás. No a echar de menos el ayer, sino a pensar que mañana estaremos echando de menos el hoy. Que el hoy es el ayer nostálgico de mañana. Lo cual sólo nos conduce a una conclusión: disfrutar hoy, siempre, para mañana poder decir, y esta vez con razón, qué tiempos aquellos. Y qué bien los aproveché. 

jueves, 27 de marzo de 2014

"Bueno, algunas canciones"

Estoy en el Corte Inglés en la sección de discos y escucho a un chico y a una chica, de unos 18 ó 19 años que miran unos discos y hablan de nombres raros de cantantes que no conozco… no sé por qué me da que no tienen mucha confianza porque es como uno de esos primeros temas que hablas cuando conoces a alguien, y no parece que sepan mucho el uno del otro. Hasta que se quedan callados delante de la sección de exitazos del momento y él le pregunta ella: ¿Y Laura Pausini te gusta? … y ella se queda callada medio segundo y contesta “bueno, algunas canciones”.
Y me pregunto en qué momento hemos llegado a esto de que nos dé vergüenza admitir que nos gusta tal o cual cantante, película o serie, porque esté mejor o peor visto según no sé bien quién. Vayan a pensar que, vayan a decir que, o vayan a dejar de ser mi amigo porque escuche a Raulito en secreto. Como Spotify cuando te dice “Si te da corte que sepan lo que escuchas… escúchalo en sesión privada”.
Claro, escuchémoslo en sesión privada, y vayamos al concierto solos y al cine solos no vaya a ser que nos descubran siendo nosotros mismos. Vamos a seguir escondiéndonos para que no se rían de nosotros y vamos a esforzarnos para que nos guste lo que nos tiene que gustar, que es lo de calidad indiscutible que nadie se atreve a criticar, y no cualquier mierda que “escuche todo el mundo”. 

Vamos a seguir señalando a los gilipollas que admiten que les gusta Laura Pausini y Pablo Alborán, porque eso es muy mainstream y es música hecha con dos acordes y medio y es una mierda (comparada con las sinfonías de Beethoven que escuchamos todos en casa, claro) y no debería existir. Vamos a seguir señalando a los que escuchan Los 40 y vamos a seguir escondiéndonos de los que señalan, no vaya a ser que perdamos followers por admitir que nos sabemos las canciones de Malú.


Yo qué sé, tío, que es cuestión de gustos, que no te tengo que convencer ni me tienes que convencer, es simplemente ser capaces de respetarnos y de convivir sin hostiarnos. Que es más sano.

sábado, 8 de marzo de 2014

Tú allí, y así, y yo aquí, y así.

Yo estoy hablando con alguien y estoy en mi cama entre sábanas medio dormida con luz medio apagada, en silencio, sin gafas e intentando que no se me salga ni una mano del edredón.

Pero delante tengo una pantalla.

Y al otro lado de esa pantalla, a lo mejor tú estás en mitad de la gran ciudad, rodeado de coches, ruido, frío y gilipollas que no dejan de hablar de tonterías a tu lado mientras esperas un autobús que no llega.

Y estamos teniendo la misma conversación.

Tú allí, y así.

Y yo aquí, y así.

Y a lo mejor yo te imaginaba en una situación parecida a la mía, lo que convertiría todo en una conversación más íntima. Más nuestra, yo qué sé.
O a lo mejor tú, me imaginabas en una situación parecida a la tuya, lo que convertiría todo en una conversación más irrelevante.  Más tonta, tal vez.

Pero es que antes, siempre estábamos en el mismo ambiente. Teníamos las mismas conversaciones, porque estábamos en el mismo sitio, nos mirábamos y hasta podíamos tocarnos estirando una mano. Pensábamos parecido.  Porque nos rodeaba la misma luz, el mismo olor y la misma música, nos distraíamos con lo mismo o nos centrábamos en lo importante porque nos teníamos delante. Funcionábamos al mismo tiempo y en el mismo lugar.

Y es que ahora, tú estás hablando de una cosa y yo de otra, porque perdimos lo que nos rodea, y ahí perdimos un click. Perdimos la mitad de la conversación por el camino, porque ni estamos cerca ni podemos observarnos. Perdimos compartir algo más que un puñado de letras mal puestas y un par de muñecos que no dicen ni la mitad de lo que deberían. Pasamos de estar en la misma habitación a estar en habitaciones diferentes, ciudades diferentes o incluso países diferentes. Y pretendemos que comunicarnos a través de botoncitos sea lo mismo que hablar.


Cómo vamos a pensar lo mismo, a conectar igual, a hablar igual y a contarnos lo mismo, si yo acabo de pisar una mierda mientras lucho porque los dedos no se me congelen al mismo tiempo que cruzo un paso de peatones que ya está en rojo y tú acabas de terminar de ver una peli buenísima en el sofá con una manta al lado de una estufa.


Cómo vamos a pretender lo mismo cuando nos miramos a una pantalla y no a los ojos. 

sábado, 22 de febrero de 2014

Su plan de estudios

El plan de estudios que usted propone está muy bien.
El plan de estudios que usted propone se basa en un cronograma, semana a semana, durante catorce semanas y media de las cuales debemos restar un puente y un día festivo. Así que son catorce semanas menos un poco pero no sabemos bien cuánto porque igual usted decide llegar una hora tarde alguno de estos días y se le descuadra un poco.

El plan de estudios que usted propone contiene teoría y práctica, pero ya se sabe, siempre un poquito más de historia, de teoría, que de práctica. Porque total, la práctica en realidad la vamos a aprender cuando salgamos de aquí.
De aquí, de la universidad, de aquí, de Madrid, de aquí, de España.

El plan de estudios que usted propone no tiene ningún sentido si no dedicamos un mínimo de tres coma catorce horas semanales a su asignatura. Porque la enseñanza en general y universitaria en concreto no tiene ningún sentido si no leemos  textos que hablen de todo lo que pasó antes de los años 50. 
Porque del resto no hay perspectiva temporal suficiente como para comenzar a analizarlos y no nos sirve para nada conocer lo actual si no sabemos su base histórica, que nadie aún nos ha contado. 


El plan de estudios que usted propone contiene una bibliografía muy extensa que podremos encontrar sólo y exclusivamente en la biblioteca de esta universidad, porque no podemos pretender sacarnos una carrera universitaria en tal universidad de tal prestigio con archivos sacados de la red, y porque no podemos tampoco pretender sacarnos una carrera universitaria en tal universidad de tal prestigio sin leer textos y analizarlos y empezar muchos documentos de Word con la frase “el autor defiende que”.
Y no el autor defiende de que.

El plan de estudios que usted propone, déjeme decirle, no es plan ni es de estudios, porque le fallan algunas cosillas insignificantes. 
El plan de estudios que usted propone parte de la base de que absolutamente todos los que estamos en este aula tenemos un exagerado interés por su asignatura. Cosa con la que usted no debería contar, porque esta asignatura la cursamos por obligación y no por voluntad propia. Como todas las demás.  
Porque en esta carrera no conocemos lo que se siente al elegir una asignatura por voluntad propia. Porque, claro, eso nos diferenciaría demasiado y nos daría una formación demasiado específica y no es lo que estamos persiguiendo.

Al plan de estudios que usted propone, le faltan unas gotitas de motivación y un puñado de interés. No sólo por nuestra parte, sino principalmente por la suya. 
Plantéeselo un momento.
El plan de estudios que usted propone debería proponérselo a usted mismo primero. Y luego, verlo como un reto. Un reto para convencernos de que realmente su plan de estudios es el mejor. Y si quiere convencernos de que su plan de estudios es el mejor, debe primero convencernos de que su asignatura es la mejor.
Cosa que no debería resultarle difícil si usted mismo cree en ella. Ya sabe, transmitir un poco de pasión por el asunto, entusiasmo, interés y ganas por hacer lo que hace y convencernos para que lo hagamos nosotros también, con al menos la mitad de su interés y de sus ganas. Porque de eso se trata al fin y al cabo, de que nos guste lo que hacemos, creía yo. 
Pero si usted mismo no cree en ello, incluso si usted mismo sabe y reconoce que no le gustan los contenidos o directamente la docencia, dé la partida por perdida. No será el primero ni el último. Proyecte cuatro power points facilitos, haga un examen de risa y apruébenos a todos con nota. O mucho mejor, dedíquese a otra cosa.

El plan de estudios que usted propone está muy bien, de verdad.
Sólo le falta creérselo.



sábado, 15 de febrero de 2014

La mujer de la ventana

La mujer de la ventana formó parte de nuestra historia de principio a fin. 
Todos los días. 
La mujer de la ventana vivía sola en una casa pequeña al norte de Alemania, en un barrio de clase media-alta. Su cocina estaba a unos metros por debajo del nivel de la calle y en ella pasaba la mayor parte del tiempo, con una luz tenue amarillenta, que venía a veces del flexo que tenía sobre la mesa, y a veces de la lámpara que colgaba del techo. De su ventana salía casi la única iluminación que había en una calle con muy pocas farolas, en una ciudad donde antes de las cinco se hacía de noche.
Un diván se veía a la derecha, donde se recostaba a leer las noches de frío, que eran prácticamente todas. En la pequeña mesa dibujaba, comía y trabajaba. 
En la misma habitación cocinaba y ponía lavadoras.
Quisimos hacerle alguna foto para mantener vivo el recuerdo pero nunca nos atrevimos. Simplemente nos dedicábamos a comentar qué estaba haciendo aquella noche la mujer de la ventana cuando llegábamos a casa. 
Recuerdo sólo un día en el que la vi acompañada.  Sólo fui capaz de contemplar la escena durante los dos segundos que tardaba en pasar por su casa cada noche a menos cinco grados. Pero nos imaginábamos las historias, y todas podían ser ciertas. Una amiga de la infancia había venido a visitarla, cenaron juntas y hablaron durante toda la noche. Por fin habían decidido dejar de esconderse y su pareja cenaba con ella ese día. Una familiar lejana pasaba por la ciudad y necesitaba un techo. Todas podían ser ciertas y probablemente ninguna lo era. 

La mujer de la ventana trabajaba por las mañanas, porque no estaba en casa, y su cocina estaba a oscuras, pero siempre con la persiana subida. Entraba muy temprano, porque un día, antes de las siete, vi luces. 

Nos sentimos el mirón del que tanto se habla en algunas clases de cine, el espía que no puede vivir sin saber qué hacía cada día la mujer de la ventana. 
Como si quisiera decirnos algo, ahí estaba, día tras día, o más bien, noche tras noche, incansable. Leyendo, dibujando, cocinando, protagonizando su propia película en un decorado de muy pocos metros cuadrados, con pocos focos, sin guión y con una sola cámara, siendo nuestra única constante durante aquellos once meses que dieron para tanto.
Perenne, noche tras noche, permanente en su cocina y ajena a todo lo que ocurriese fuera. Vigilándonos tanto como nosotros a ella.
La mujer de la ventana nos tranquilizaba cuando la veíamos allí cada noche y sabíamos que aunque el mundo se derrumbase, ella resistiría imbatible en su pequeña cocina. Con un libro, o un lápiz entre las manos. Fuerte y convencida de lo que hacía.


La mujer de la ventana sigue allí, meses después, estoy segura. Y seguirá mucho tiempo más. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si siguiéramos pasando por delante de su ventana todas las noches y, sin detenernos, echáramos un vistazo rápido para ver qué hacía ese día. Sólo unos segundos antes de que ella levantara la cabeza de su libro para mirar sonriendo el rastro de nuestras sombras. 

lunes, 13 de enero de 2014

Somos parte del mismo mar.



Somos parte del mismo mar.
De la misma orilla.
Escuchamos las mismas olas y los guiris que corren por la playa vienen del mismo sitio.
El azul es muy parecido, aunque único en los dos sitios.
El que canta en mis cascos también cantó allí.
Mis tenis son los mismos, y pisan la misma arena y las mismas piedras, de los mismos colores.
El perro podría ser aquel y ni nos daríamos cuenta.
El olor, la sal.
Aunque, desde aquí veo montañas que desde allí no veía, barcos pesqueros que allí se escondieron, edificios que allí no estaban y mi horizonte da a un mundo diferente al que da el vuestro.
Pero somos parte del mismo mar, de la misma orilla.
El agua es la misma aunque a veces hablemos diferentes idiomas. El viento y el sol transmiten lo mismo, podría cerrar los ojos y, al abrirlos, estar allí.

Lo único que falta
Para repetir el momento...