martes, 29 de octubre de 2013

Las castañas se arrugan

19/10/2013

Ayer fui al Retiro. Sola. Me apetecía darme una vuelta, y desde que vivo al lado, no lo he pisado, y me parecía un pecado. Así que cogí música, cogí una libreta y un boli, cámara de fotos y eché a andar. Entré por la puerta del Ángel caído y me di cuenta de que se me había olvidado lo que me encantaba este sitio. Cuánta gente y cuántos rincones para tocar la guitarra, para tumbarse por ahí a filosofar, cuánta gente tan diferente y cuántas historias se ven siempre.

Estuve andando un rato, con Bastille en mis oídos, hasta que llegué a la zona del lago y las barcas. Hice un par de fotos, paré la música y estuve observando a la gente y a uno que había manejando una marioneta que hacía como que tocaba el piano. Y creo que la gente pensaba que la marioneta tocaba el piano de verdad.
Busqué un banco vacío, delante del lago, y me senté. Eran alrededor de las ocho de la tarde pero ya era prácticamente de noche.

Saqué mi libreta y me puse a escribir debajo de una farola, allí sentada, cerca del marionetista. No es ningún secreto que Bremen sigue ocupando muchos de mis pensamientos y la mayoría de mis líneas.
No habían pasado cinco minutos cuando se acercó un señor mayor, con su bastón, y una bolsa de plástico en la otra mano, e hice amago de dejarle espacio en el banco. Me soltó un “hola” y un “no te preocupes, cabemos los dos…” y se me sentó al lado.
Te voy a hacer un regalo, dijo, pero me tienes que hacer caso.
Lejos de estar asustada, me hizo hasta ilusión, cerré mi libreta dejando un dedo en medio para no perder la página –detalle que a él no se le escapó- y miré la bolsa deseando saber qué iba a salir de ella, porque podía esperarme cualquier cosa.
Sacó una castaña y me la puso en la mano. Y después, otra, y después, otra. Tres castañas me regalaba.
Después me miró, con esos ojillos pequeños y un poco arrugados, a través de sus gafas, y apuntando a las tres castañas con el dedo índice, me dijo mirándome, muy serio: esto te va a dar suerte. Tienes que llevarlas siempre contigo en el bolsillo y siempre te irá muy bien. Es muy importante que las guardes. Cada octubre tendrás que renovarlas… se arrugarán, porque con el paso del tiempo las castañas se arrugan como se arruga la vida, porque se arruga, pero eso es señal de que pasa el tiempo, no pasa nada. Si las guardas siempre, triunfarás. Y yo te las regalo porque te deseo todo lo mejor y quiero que te vaya muy bien siempre.

Yo sonreía mucho y le daba las gracias, y él decía de nada. Y continuaba su discurso: pero no te creas que esto te va a solucionar la vida, no. Hay que estudiar mucho. Tienes que estudiar mucho, porque las castañas te darán suerte pero tienes que estudiar, yo siempre se lo decía a mi hija. Y ahora tiene 44 años y cobra tres mil quinientos euros, es economista, trabaja en Hacienda –y aquí ya no me miraba, miraba un poco como al infinito-  está montada, es muy ahorradora pero… todo lo que tiene se lo ha ganado –y volvía a sacar su dedo índice, como advirtiendo- y estudió mucho… bueno que si estudió. Yo se lo decía siempre, que tenía que estudiar. Y opositó, con esas máquinas de escribir enormes que ahora ya ni existen. Y tú pensarás, este viejo qué hace aquí contándome su vida, pero bueno yo te lo cuento porque estas cosas hay que saberlas. Pues opositó y tuvo que hacer muchos exámenes y le estuve pagando muchas academias… y ahí está. Tú lleva las castañas siempre que te examines, en el bolso o donde quieras.

A estas alturas yo ya sólo quería que me contara más cosas. Las personas mayores tienen muchas cosas muy interesantes que contar y a veces me da la sensación de que pocos los escuchan. Así que le di cuerda y le pregunté si él llevaba las castañas y quién se lo había dicho.

¡Hace quince años las llevo! – y me las enseñó- estas están recién cogidas. Y luego cuando las renuevo no las tiro, vaya que dé mala suerte tirarlas, las dejo por ahí en los cajones. Es que yo tengo una vena que me dice que hay que creer en algunas cosas, y yo en esto creo mucho. Porque de verdad que desde que las tengo me ha ido muy bien. Y ojalá a ti también. Es como lo del champán en fin de año, el corcho hay que cogerlo y escribirle el año y guardarlo. Y dará buena suerte. Yo lo hago siempre y ya tengo muchos. Pero ya ni me acuerdo de quién me lo dijo, de esto hace muchos años. Tú guárdalas bien, y si me ves, dime Carlos, que tengo las castañas.

No me miraba, miraba todo el rato a algún punto lejos, a mi izquierda. Le pregunté entonces si venía siempre al Retiro. Y me dijo que venía viernes, sábados y domingos. Que ya estaba jubilado de hacía un año y que no tenía nada más que hacer, además de pintar. Y entonces sacó de su bolsa unos pinceles y una cajita con un bote de ‘esencia de trementina’ que era aquello que utilizaba yo también no me acuerdo bien para qué, cuando pintaba de pequeña. Le pregunté si era óleo y me dijo que sí, que ‘la profe’ le había dicho que eso era como el aguarrás pero mejor. Y que él estaba muy bien estando jubilado. Aunque el otro día se cayó por las escaleras del metro, que a veces tienen muy mala leche porque como no paran de moverse… pero que por suerte no se fracturó nada y todo está bien. Que seguiría viniendo al Retiro hasta los 111 años. ¡Yo siempre digo 111! Y le pregunté por qué. Y me contestó , riéndose, “¡porque sé que no voy a llegar!
Y entonces se levantó del banco, con intención de irse, yo lo miraba contenta por habérmelo encontrado, el lago del Retiro justo detrás de él. A estas alturas ya me sentía en una película. Me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y me dijo, ya de pie, apoyado en su bastón, que qué nombre más musical. Como la cantante. Qué cantante, pensé yo. Y, como si me hubiese escuchado, dijo la cantante Celia Ramos. Mirando siempre al infinito. Y casi antes de que pudiera yo preguntarle nada más, siguió hablando: porque yo también estudié música, estudié solfeo. 


Eso me gustó, y, sonriendo, le dije: ¡yo también! ¡yo toco el piano!
Y algo se le iluminó en la mirada, le hizo ilusión, sonrió, y esta vez sí me miró para decir: ¡el piano, qué bien, pero qué bonito!
Se paró medio segundo a pensar, y después siguió contándome: Yo quería tocar la trompeta pero no tenía pulmones suficientes porque ¡Uy! Hacen falta muchos pulmones. Así que fui baterista. Y ahí que estaba yo tocando… Y empezó a canturrear, apoyado en su bastón “fly me to the moon… “ mientras miraba lejos a yo qué sé qué dónde. "¡Llévame contigo a la luna, fly me to the moon!"

Y yo, asombrada con su inglés, le decía: ¡sí, es verdad! Y él contestaba contento: es que también aprendí inglés, porque tenía unos amigos americanos. Que parece que no… ¡pero he vivido muchas cosas! Qué bien, qué bien… decía ilusionado, recordando viejos tiempos. Yo solté un ‘me alegro’ al verlo tan contento, ahí de pie, que casi parecía que se iba a poner a bailar, y contestó con un yo también me alegro, yo también me alegro.

Dio un par de pasos y dijo que se iba, y a un poco de distancia ya me repitió que tendría mucha suerte y que me había tocado un santo, que triunfaría y que a ver qué estaba haciendo en 15 años. Empecé una frase del tipo “a ver si en quince años me ve…” (en la televisión, o en los créditos de alguna peli, iba a decir) pero me cortó preguntándome qué estudiaba.  Le contesté que periodismo –por no liarlo mucho tampoco- y me puso cara rara. Me parece que no le gustó.  Ay, qué difícil. Los periodistas de ahora… es que está muy mal esto del periodismo. Yo asentía. Y él empezó a hacer gestos con el bastón diciendo que todos esos que salen por las tardes y hablan y gritan… que eso no le gustaba. Yo le dije que eso no eran periodistas, que esos se pelean todo el día y no son periodistas, que yo sería de las buenas. Y entonces me dijo: ¿sabes cuál es el problema? Que todo eso está lleno de ‘omelés’.
Y me quedé callada.
¿Sabes lo que son las ‘omelés’? preguntó. Y le dije que no.
Entonces se volvió a acercar un poco y miró a su alrededor rápidamente, a un lado y a otro, y me dijo en voz un poco más baja: te lo voy a decir como hay que decirlo, las tortilleras.
A mí me hizo gracia y él seguía haciendo gestos con su bastón mientras hablaba un poco indignado: todo lleno de omelés en la tele, todo omelés, a mí eso no me gusta. Tú tienes que ser periodista de las buenas, de las que hace reportajes buenos. Y está difícil, y hay que ser muy valiente. Pero bueno tú estudia mucho, si hace falta pues te vas fuera. Pero estudia mucho.
Bueno, hasta luego, ¡guarda bien las castañas!
Y lo vi alejarse, despacito, poco a poco, con su bastón y su bolsa de castañas, mal iluminado por las pocas farolas que hay en el Retiro.
Lo miraba, alucinada, con las tres castañas en una mano y mi libreta en la otra.
Me quedé un momento parada pensando, y rápidamente me puse a escribir otra vez. El piano del marionetista volvió a sonar. Ni me había dado cuenta de que llevaba un rato sin tocar.


sábado, 26 de octubre de 2013

Pablo López en A solas de Sol Música.

Eso de quitar las manos del piano y callarte, y que un montón de gente en una sala de conciertos te cante una canción que has compuesto tú solo en tu casa con tu boli y tu guitarra, debe ser la hostia.


Ayer estuve en el concierto de Pablo López, “ex triunfito”. Y bueno, digo lo de ex triunfito para que os situéis, porque la etiqueta supongo que va sobrando. Hace cuatro años me parecía el mejor concursante de su edición, digo públicamente que con esa edición fui por primera vez al concierto de Operación Triunfo, y que después lo seguí con su grupo, Niño Raro. Sacaron un disquillo sin discográfica y allá que fui yo a verlos a la FNAC de Málaga. Era yo fan absoluta por aquellos tiempos. Y luego se me pasó, porque digamos que desapareció un poco de la escena.

Pero supongo que nunca se deja de ser fan, sólo se olvida un poquillo. Y me gustaría puntualizar esto de ser fan. Porque suena muy a belieber. Llámalo ser admiradora, llámalo como te dé la gana. Es que creo que hay cierta vergüenza o cierto “yo no lo digo que quedo muy hooligan y no tengo quince años” a esto de admirar a otras personas medio conocidas. Porque puedes admirar a un amigo o familiar, a alguien que lleve treinta años en la música o a alguien que lleve cuarenta en el cine, pero por razones que no alcanzo a comprender, no puedes admirar públicamente a alguien que acaba de llegar (y que encima es español!).
Porque queda demasiado fanático. Lejos de darnos vergüenza deberíamos estar orgullosos de admirar a la gente que admiramos, opino yo. A mí me parece que admirar a otros nos hace un poquito más felices y no entiendo por qué a la gente a veces le da corte admitirlo.

A lo que iba. Que terminé en un A Solas de Sol Música en la Sala Shoko en Madrid. A Solas, un concierto grabado y emitido, ese programa que llevo viendo en la tele desde que el mundo es mundo, como dijo él también.

Y qué ilusión encontrarme al mismo Pablo de hacía unos años. Esa naturalidad y esas sonrisas, esa manera de disfrutar y ese acentillo tan casa.
El entusiasmo y las ganas en cada tecla. Hay pocos que se agarren de esa manera a un piano de cola para salir a cantar. Y pocos que se les vea disfrutar así. Algo tiene que me hace pensar que no es uno más. Aunque sus letras no sean súper originales, aunque tal vez lo quieran catalogar como más pachangueo del sur, yo veo que tiene algo, tiene un componente emocional, una naturalidad y unos ojillos brillosos –en el sentido más metafórico- que al menos a mí, me transmiten un montón de cosas.
Dedicó una canción a la importancia de una casa. “Esta la estoy sintiendo mucho más de lo que me imaginé”, dijo. La presentó como algo que tenía que ver con los desahucios, y le ha debido tocar alguno cerca, porque ya, además de la putada económica y de lo que es quedarte sin casa, me hizo pensar en la putada sentimental de perder una casa. “Como dice el tango: qué son veinte años para una pared”, empieza diciendo. Cuántas cosas se pueden haber llegado a vivir entre unas mismas paredes, como para que de repente te las quiten. 

Lo bien que suena un piano con una buena voz.

Y bueno, hubo más. Yo no me sabía ninguna, pero además de Mi casa, cantó Vi, Donde, La mejor noche de mi vida y algunas más. Y con unas ganas y una ilusión en la cara que daban ganas de subirse al escenario. Y muchas ya no tan voz y piano, sino bajo, guitarra y batería, y gente saltando.  

Lo vi tan feliz, después de luchar tanto para estar ahí, que me alegré como si lo conociese de siempre. Porque lo disfrutó un montón. Y los músicos –entre ellos el productor- también. Gente que se lo pasa muy bien, que le encanta lo que hace y encima les pagan.
  
Después le dio unas gracias sinceras a cada persona que estaba haciendo posible que estuviese allí. Y de repente me dieron todos mucha envidia y me dieron ganas de  formar yo parte de eso. Encima o debajo del escenario. Pero vi que aquello era juntar eso que tanto me gusta de las cámaras, con eso que tanto me gusta de la música. No deja de ser captar emociones creadas por otros, como en el cine.

Y luego, dentro de toda esa felicidad que se le veía y se le escuchaba, está aquello de oír en voz de otros tus propias canciones. Siempre he pensado que debe ser indescriptible. Que un montón de personas –por pocas que sean, y ya no digamos cuando son miles- canten algo que tú has compuesto. Algo tan personal. Que hiciste tú en tu casa contigo mismo. Que elegiste tú cada palabra y cada nota. Y te callas un momento, encima de un escenario, y muchísima gente se sabe cada palabra y cada nota que tú escribiste. Debe ser brutal.
Y creo que lo intentó agradecer pero le costó explicarlo.
Once historias y un piano, echadle un vistazo porque, puede gustar o no, pero de verdad, que canta de dentro.

Y fue entonces cuando pensé, que tal vez no puedo estar dentro de un equipo así, pero puedo contarlo. Y siempre me emociono de alguna forma cuando voy a cosas de estas. Y siempre me apetece contarlo a mi manera y en caliente, sin pensar mucho más allá. 

Así que, así fue como decidí lavarle la cara a este blog y empezar otra vez.
Y seré exageradamente subjetiva, parcial y fan.