Salgo del
cine.
Me acabo de
gastar nueve eurazos en una película española con la que me he reído y me he
emocionado. Pero no sé si porque me ha pillao un poco así, o si realmente era
medio decente. Pero me lo he pasado bien.
Salgo por
detrás de los cines de Montera y doy un rodeo raro para llegar hasta Preciados
buscando a un grupo de músicos que llevo meses buscando y no encuentro. No hace
mucho frío, vengo contenta y pensativa de la película, es sábado, son las diez
de la noche, Madrid está lleno de gente, es casi navidad y por primera vez en
mucho tiempo no tengo nada que hacer. Así que en vez de seguir dirección metro
Sol, me meto por una calle que no sé bien a dónde lleva, pero intuyo que a la
zona de Ópera, y de repente aparezco en Cortylandia y me paro un poco a
observar. La gente está contenta, han venido a Cortylandia para hacerse la
foto. Se escucha un helicóptero y pienso si de verdad hay tanta gente en la
calle como para vigilar, o si habrá habido algún evento del que yo no me haya
enterado. Sigo hacia abajo, miro el móvil un momento y se ha apagado. Llego a
Ópera y miro a izquierda y derecha, me dan ganas de desviarme hacia el Palacio
Real y darme una vuelta, siempre me ha fascinado esa zona. Y tengo ganas de escribir,
he salido del cine pensando en muchas
cosas y en mucha gente y quiero escribir. Pero no tengo ni libreta, ni móvil
con batería, ni un triste boli. Así que decido seguir dirección Calle Mayor, y
una vez allí, estoy tentada de pasearme por la Plaza Mayor. Pero miro hacia la
izquierda y veo Sol inundado de gente, en ese punto en el que no es agobiante
todavía sino bonito. Parejas de la mano, parejas que se hacen fotos con el
árbol de Sol de fondo, todos muy felices y contentos. Love is in the air. Y mucha
policía. Gente que anda por las carreteras y ni un solo coche, me pregunto qué
habrá pasado o si esto de las furgonetas en sol empieza a ser costumbre ya. Sigo
andando y esquivo una cola larga delante de un cajero que me llama la atención.
Definitivamente ya es navidad.
A estas alturas ya he decidido que vuelvo a casa andando, así que sólo me queda
decidir por dónde, y coger el camino largo no me apetece no sólo porque sea más
largo sino porque no habrá tanto ambiente. Así que giro a la derecha y subo por
calle Carretas, donde ando unos cuantos metros paralela a una chica que va
hablando por el móvil de que pasa de quedarse a la batukada, y que va para casa
de una amiga. De repente me dan ganas de llamar a alguien, pero esto ya lo pensé antes de salir de casa, y mi móvil está sin batería.
Así que sigo
subiendo y me encuentro en la plaza Jacinto Benavente donde para mi sorpresa
hay montado un mercado de navidad. Me pierdo dentro y de repente estoy en el
Weihnachten Markt de Bremen, huele a garrapiñada en vez de a Bratwurst y me
esfuerzo por escuchar alemán en vez de español. Pero es complicado cuando las
dependientas que venden bufandas y gorros parecidos a los de Bremen, son
morenas y de ojos oscuros.
La gente compra, se nos ha olvidado la crisis por un rato, y parece que la
navidad, lejos de ser la dictadura del optimismo, a veces puede ser la ilusión
que muchos estén esperando. Aunque siendo realistas, tal vez no tantos se
ilusionen al pensar en las cenas, la familia y los regalos que a lo mejor no
pueden afrontar.
La cuestión
es que me paro delante de una de las casetas donde venden pendientes, justo
como el que yo buscaba en Barcelona, pero más bonito y más barato del que
terminé comprándole a una china en la estación de autobuses porque se me metió
entre ceja y ceja el ahora o nunca. Hay una pareja italiana decidiendo si
comprar una pulsera u otra, hablan entre ellos y los entiendo perfectamente. Le
van a preguntar al dependiente y escucho un tímido “disculpa”, a lo que el
dependiente responde con un “parlo italiano” y el cliente deja de ser tímido para soltarle un “ah, ok,
benissimo”. Sonrío y vuelvo a pensar que tal vez esto no esté tan lejos de ser
Bremen si yo quiero, pero… pero.
Salgo del
mercadillo y voy dirección calle Atocha. En la entrada cuento siete furgonetas
de policías, a puertas abiertas y llenas de policías poniéndose chalecos que
salen un poco deprisa de ellas. Ah, ahora todo cuadra, la manifestación. Y me cabreo un poco pensando que con esas prisas sólo van a cargar.
Por un
momento pienso en coger el metro porque no sé qué pasa ni dónde, y sigo
escuchando el helicóptero, pero la gente está tan tranquila, así que no veo por
qué yo no. Sigo andando hacia abajo y veo más luces azules un poco más al
fondo. Pancartas por los suelos del tipo “el único camino es la lucha”,
“democracia” y consignas varias, me dan ganas de coger una pero sigo andando. Llego a un paso de peatones y
hay un montón de furgonetas amarillas de medio ambiente, barrenderos que barren
estresados un montón de cristales de un contenedor de vidrio volcado en mitad
de la calle. Casi me barren los pies y veo el auténtico desastre que había en
mitad de la acera, pero termino pasando. Las luces azules que veía al
fondo se convierten en furgonetas y veo pasar una, dos, tres, cuatro y hasta
otras siete de policía más una del samur.
Llego a
Antón Martín y los dueños de los bares están en las puertas fumándose un
cigarro y observando el panorama. Furgonetas de RTVE delante de esto que hay de
TVE en Antón Martín, que no sé bien qué es, y sigo andando hacia abajo. Me
cruzo con una pareja cogida de la mano un poco separados y me aparto. No seré yo quien los haga soltarse por una mala maniobra,
recordemos que vengo de ver una peli romántica aunque me haya cruzado con
catorce furgonetas de policía. Catorce. Que me pregunto cuántas sacarán cuando
realmente pase algo grave, porque creo que pueden pasar cosas mucho más graves
que una manifestación. Me pregunto qué harán el día que pase algo chungo de
verdad.
Me cabreo
porque pienso que, aunque no sé lo que
ha pasado, probablemente no sea tan grave como para montar tal dispositivo. El
derecho al pataleo existe. Se me mezcla esta sensación de me encanta Madrid con
el qué mal nos tratan y me acuerdo de los mensajes que he visto en La Casa del
Libro antes de ir al cine. Se ve que le dan post-its a la gente para que
escriban sus deseos para 2014, y, parándome a leerlos, muchos ponían que se
acabe la crisis, otros que los políticos dejen de reírse de nosotros, otros
salud y trabajo para todos. La gente en la calle está contenta, sí, se hacen
fotos en cortilandia, pero también se manifiesta, y mucho. Y cuando tienen que pedir cosas, aunque sea en un post-it de la Casa del Libro, piden trabajo y mejores políticos.
Sigo bajando
y veo lo que no sé si es niebla o humo, y escucho a un niño decir “mamá, huele
a quemado”. Y reduzco el ritmo pero no me paro. Supongo que igual hasta tengo
un poco de instinto periodístico. Más policía, más policía. Que sube y que
baja. Y entre tanta luz azul, un camioncito de bomberos que ya ha apagado hace
rato un contenedor. Ah, esto cambia las cosas.
Si me cabreo
porque no nos dejan manifestarnos, si me cabreo porque me parece excesiva la
policía, también me cabreo porque no podemos pedir menos policía ni menos
represión mientras haya cuatro gilipollas que quemen contenedores. Perdemos toda la
credibilidad por su culpa. Y lo diré siempre. Y odio la frase tenemos lo que nos merecemos,
pero a veces me jode pensar que puede ser verdad.
Llego ya a
Atocha y hay más policía y más samur, pero todo tranquilo y probablemente con
ganas de recoger el chiringuito ya.
Madrid me
encanta y siempre me ha encantado. Venía emocionada, contenta, queriendo la
navidad y su poder de evadirnos de los problemas, hasta que me crucé con
catorce lecheras. Los dos mundos, la felicidad navideña, el intentar evadirse
de los problemas y la indignación seguida de represión, o la represión seguida de la indignación, según se mire. Se están pasando e intentamos que se nos olvide con la navidad pero no siempre funciona.
En un rato había visto los dos mundos: la sonrisa del que se hace la foto con el árbol de Sol e intenta no pensar mucho más y los restos del cabreo, de la reivindicación de los que se niegan a hacerse la foto.
El resto de
camino a mi casa volvi a cruzarme con parejas y gente con planes de sábado
noche, con amigos que van y vienen, hablando de cosas importantes o de
gilipolleces, y con gente sola y con prisa.
Y volví a
pensar en la peli. Que igual no es una obra maestra pero era lo que yo
necesitaba hoy. Navidad, y, más que policía y contenedores ardiendo, un final
feliz, con un Martiño Rivas sonriente.
15/12/2013