martes, 12 de mayo de 2015

A mi derecha un chico y una chica hablando de las diferencias entre Málaga y Sevilla. Ella va a ir de viaje a Sevilla, él intuyo que es malagueño, por ese acento y porque acaba de decir que Sevilla es más cerrada y más clasista. Me interesa su conversación pero a mi izquierda hay un grupo de cuatro chicos y una chica, ella con rastas recogidas en un gran moño, que no dejan de hablar muy alto no sé qué de la universidad. No escucho bien al malagueño y me molesta, pero de repente uno de los tíos del grupo de la izquierda dice algo así como que la felicidad es sentirse autorrealizado y ya está, y deja de interesarme Málaga y Sevilla para ver qué opinan estos universitarios de la felicidad. El chico de blanco, el que habla alto, sigue diciendo que realmente él tiene una vida de puta madre, con esas palabras, y que eso le hace pensar que los problemas que pueda tener son todos solucionables… estás triste por una piba, pues habla con tus amigos, eres un cafre estudiando… pues ponte a estudiar… no sé, -dice-, creo que estamos bastante bien y todos los problemas son pocos. Pienso que este chaval no lo ha pasado mal en la vida, seguramente. Y en ese momento uno de sus amigos, sentado delante de él, a su izquierda, con pendientes y barba de unos días, le suelta algo así como ya, tío, pero hay cosas que no se pueden controlar. Entonces empieza a hablar de una época en la que tenía muchos ataques de ansiedad muy fuertes, habla del corazón aceleradísimo, de sensación de ahogo aunque no se ahogaba, de presión en el pecho y de hiperventilar, respirar cada vez más rápido y pensar realmente que le iba a dar un infarto al minuto siguiente, de querer pedir ayuda.
El primero entonces se queda callado, cuando la chica añade que tenía una amiga que le pasaba igual, que siempre decía que era la peor sensación que había sentido nunca, que pensaba de verdad que se moría, que estuvo un tiempo de psiquiatras y psicólogos y le dieron pastillas. El de pendientes dice para mi sorpresa que eso es lo peor, que qué necesidad hay de pastillas, que es como decirte que te drogues en vez de que te enfrentes a tus problemas y a la vida. Me sorprende, pensaba que las pastillas estaban para ayudar. Intento no mirarlos mucho pero a veces me dan ganas de intervenir.
Entonces el de blanco le pregunta al de los pendientes que qué opina su psicoanalista de eso, que qué tal le va. El de los pendientes empieza a contar que su psicoanalista no suele decir mucho, que le hace algunas preguntas y hablan de cosas que le pasan, de qué opina de otras cosas en su vida. Dice que hace poco estuvieron hablando de cuál es el papel que juegan los porros en su vida, que qué significan, no por qué fuma, sino qué significan. Hablan como muy de verdad, muy a gusto y muy en confianza. El de los pendientes parece estar contento con su terapia, y su amigo el de blanco le dice que hablar es lo mejor, y muy importante para sentirse autorrealizado, volviendo a lo de antes.

Dice que hace poco le decía una amiga –o una novia, quién sabe, dice el nombre pero no sé a quién se refiere, obviamente-, que no entiende por qué sus amigas sólo quieren salir a una terraza y hablar sin estar haciendo nada, que ella quería hacer muchas más cosas, no estar sentada y hablar y ya está. Y él dice con mucho entusiasmo que eso es absolutamente lo que más le llena, sentarse y hablar con tu gente. Los demás están totalmente de acuerdo, el de la barba habla de lo importante que es tener gente en la que confiar y a la que contarle cosas, hablan de que eso es muy importante para tener seguridad en ti mismo y autorrealizarte. El de blanco sigue diciendo que cuando ha estado de bajón algunos días, lo que más le llena es quedarse toda la tarde en la ‘facu’ con ellos… a mí los ratos de césped con vosotros me llenan, me hacen sentirme mucho mejor. No sé, tío, nos queremos y cuando estamos juntos estamos bien. Dice algo así mientras los demás asienten, y el de la barba añade que cuando queda con sus colegas, sabe que son sus colegas, sabe que está formando parte de algo, de un grupo donde hay mucha confianza y donde se siente muy bien consigo mismo y con los demás. Un cuarto, que lleva todo el viaje callado, avisa de que se va a poner muy técnico antes de decir que él, en los grupos de apoyo social, habla siempre ya no tanto de lo que significa formar parte de un grupo y sentirte bien dentro de él sino crearlo. Sentir que formas parte de algo que habéis creado sólo vosotros. Estar bien contigo, estar bien con los demás, estar bien en compañía. El de blanco cree que para la felicidad y la autorrealización todo eso es vital y no entiende cómo otra gente puede no valorarlo. 
El chico malagueño está ya criticando al CEU y yo casi quiero sentarme con los universitarios, que vienen de la Autónoma seguramente, y preguntarles si puedo ser su amiga. Pero con toda la pena del mundo me tengo que levantar, hemos llegado a Sol y yo acabo de escuchar una de las conversaciones más sinceras que he escuchado en un cercanías. Hasta pronto, desconocidos.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Creo que a veces nos preocupamos demasiado por la calidad de lo que hacemos. Desde siempre he pensado que las cosas se hacen bien o no se hacen, pero es que no hacer nada te estanca. Hay millones de personas que han conseguido llegar a sitios y al principio lo hacían fatal. Algunos incluso han triunfado haciéndolo mal. Porque siempre hay alguien a quien le parece bien. Hay películas de mierda haciendo buena taquilla. No tenemos que aspirar a triunfar haciendo mierda ni a subestimar la calidad ni a pensar que la gente se conformará con cualquier cosa hecha sin esfuerzo, porque es absolutamente erróneo y falso. Sólo tenemos que perder el miedo a no estar a la altura. ¿A la altura según quién?
Perder el miedo a hacerlo mal o regular, a equivocarnos. Hacerlo regular antes que no hacerlo, porque si no haces nada, vendrá alguien haciéndolo regular y te pasará por encima.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Tenemos potencial

Me pregunto cuánto más vamos a tardar en creernos a nosotros mismos.

Cuánto tiempo más nos va a costar comprender que valemos aunque no podamos decir lo orgullosos que estamos de algunas cosas que hacemos por miedo a que nos tachen de pedantes y de sobraos.

Cuánto más nos va a costar comprender que hacer equipo es más rentable que vivir a codazos.

Cuánto tiempo más vamos a invertir en intentar ser mejor que el de al lado mientras ignoramos nuestro potencial. Que tenemos potencial.

Tenemos

potencial.

Que no sabemos cuál o no sabemos para qué.
Pero que tenemos potencial.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en descubrirlo.

Y sobre todo en convencernos.

Cuánto tiempo más vamos a esperar a que alguien de arriba, con un cargo importante, nos diga: te quiero en mi equipo.

Y entonces creernos.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en ver que uno de nuestros mayores problemas es
que no
creemos
en nosotros.

Que no queremos demostrar lo que sabemos porque siempre habrá alguien que sepa más. Que tenga más másters y más idiomas.

Cuánto tiempo más vamos a tardar en aprender a vendernos.

Cuánto nos costará llegar a enumerar todos nuestros logros, con orgullo y con ilusión, sin que nadie te mire mal y piense que llegaste a todo eso por enchufes y por vías que no son el esfuerzo. Cuando lo conseguimos a base de perserverancia incansable.

Cuánto nos queda para no hablar desde la envidia. Desde el sé que pude hacer lo que tú has conseguido, pero me pareció complicado.

Cuánto nos queda para aprender a valorarnos. A nosotros y a los que se lo curran a nuestro alrededor.

Cuánto nos queda para aprender a creernos.
Cuánto nos queda para aprender a querernos.

domingo, 19 de octubre de 2014

Arriba las patatas

De cómo casi gano un concurso de Patatabrava en el que exigían empezar así, y terminar así.

- ¡Qué buenas estas bravas!
- Vamos a dejarlo en patatas, que estos alemanes de bravas no entienden…
- Se les da mejor la cerveza.
Ella miró cómo él pinchaba una patata y después le cambió de tema.
- Yo no quería venir de Erasmus a Bremen.
- Ni yo –contestó él sin dudar.
- Ninguno. Pero ahora me alegro de haber terminado aquí. Mucho.
- ¿sabes? No echo tanto de menos España.
- ¿cómo que no? Yo sí.
- Yo no. Echo de menos el clima, el sol, sí, mis amigos, vale. Pero no tengo unas ganas enormes de volver. No me quedaría más de un año o un año y medio, eso seguro, pero no me apetece volver por el momento…  aquí estoy muy bien.
- Lo a gusto que estás en un sitio se mide en cuánto echas de menos otros sitios.
Él sonrió pero no dijo nada, y ella siguió hablando.
- ¿y después qué?
- ¿después? –contestó él mientras seguía comiendo- ¿de la Erasmus?
Ella asintió antes de beber un trago de cerveza.
Él se encogió de hombros y siguió hablando.
- Después nada. O después todo, yo qué sé. Esto es todo mentira, Clara, cuando esto acabe todo será mentira. Nada une esta vida con la vida que tenemos en España. No hay nada ni nadie en común. Podríamos pensar que todo ha sido un sueño si no tuviéramos ni fotos ni Facebook. Un día nos despertaremos. Y no sé si va a doler o si va a ser la hostia. O las dos cosas.
- De nosotros depende.
- Sí. Y la cuenta atrás empieza pronto.
- No digas eso, nos quedan cuatro meses todavía.
- Mira cómo ya los puedes contar con los dedos de una mano – sonrió él cogiendo la jarra de cerveza.
Se quedaron callados un momento. Hasta que ella volvió a hablar.
- Pero no digas que es mentira. Nos llevamos mil cosas de aquí. Y mil personas, y volvemos diferentes, volvemos siendo totalmente otros. Volvemos un poco más mayores y un poco más sabios.
- Sí, eso es verdad.
- Y en España no hay esta puta mierda de patatas –dijo ella, y pinchó otra patata.
- Y más pronto que tarde las estarás echando de menos.
- Odio la sensación de saber que echaré de menos algo que ahora odio.
- Pues deja de odiar.
Ella lo miró  y medio rio moviendo la cabeza y quitándole importancia a lo que él había dicho.
Se volvieron a callar.
Hasta que ella volvió a hablar.
- Y no tengo ni idea cómo va a ser vivir con los kilómetros de por medio. Pero creo que las cosas se mantienen cuando realmente hay cosas que mantener.
Silencio.
- Que las hay.
- Pero cualquier día estamos comiendo bravas de verdad otra vez –dijo él.
Ella rio y pinchó otra patata.
- Ya veremos luego. Pero mientras tanto… ¡arriba las patatas!
Abril 2013

lunes, 23 de junio de 2014

Estoy cansada de la soledad de las pantallas que no son más que un puñado de píxeles que nos hacen sentir acompañados cuando no lo estamos.
Porque un puñado de píxeles a veces pueden darte lo que necesitas pero nunca serán una persona en directo. Nunca serán un gesto, un detalle, un mirar, ni un silencio, sino un en línea y un par de ticks.
Estoy cansada de la soledad de las pantallas porque nos hacen creer que estamos, cuando no estamos. Cuando sólo hay kilómetros y distancia, cuando termina agotando este querer hablar, este querer estar, este querer compartir y solo
encontrar
botoncitos y muñequitos
que aunque provoquen más de una sonrisa y de una risa, lejos de unir, separan.
Estar rodilla con rodilla o codo con codo es estar.
Estar pantalla a pantalla, tú en tu cama y yo en la mía no es estar. Es una sensación incómoda y al mismo tiempo violenta porque es como si estuviéramos acompañándonos en ese mismo lugar y tampoco quería eso.
Estoy cansada de las pantallas que en invierno se enfrían y en verano se calientan y que obedecen órdenes a base de paréntesis, puntitos y demás caracteres y símbolos que si los piensas fuerte nunca fueron expresivos, fueron siempre la burocracia del lenguaje, se usaron siempre por necesidad y no por sentimientos.
Y mira dónde hemos llegado.
Que me cansan los píxeles porque yo lo que quiero es que nos juntemos y seamos tan felices hablando en directo que se nos olvide que tenemos móviles y ordenadores, que se preocupen porque llevamos tres horas sin conectarnos.

Pero claro, para eso, primero, tenemos que tener claro quiénes. 

jueves, 19 de junio de 2014

Un día leí que la vida son objetivos, un constante querer ser y querer hacer, una sucesión permanente de metas. Y que si no, nada tiene sentido. 

Igual la envidia es un poco eso, inconscientemente. 





viernes, 9 de mayo de 2014

El hoy es el ayer nostálgico de mañana


Saber que lo que hoy te sobra, un día te faltará, es una sensación muy extraña.
Tirando un poco a pena.

Porque no se puede hacer nada.

Cuando de repente te das cuenta de que un día estarás echando de menos algo o alguien, entonces decides aprovechar al máximo, disfrutarlo y ser feliz el tiempo que dure, porque sabes que se acabará. Una erasmus. Una de las enseñanzas más grandes y más importantes que me traje de Alemania: vivir cada momento, porque se acaba, porque sabes que se acaba, que hay una fecha y ya no vuelve más este estar aquí, y así. Pero cualquier cosa se puede acabar, sin que exista una fecha de caducidad ni un día de despedida marcado en el calendario por un vuelo ya comprado. Cualquier cosa puede cambiar sin necesidad de una catástrofe, sino simplemente porque hay giros inesperados, casualidades buenas o malas, destino o llámalo como quieras.
Etapas. Saltar de una a otra sin darte cuenta de lo que vas dejando atrás.
Por eso, cuando de repente eres consciente de que estás en una etapa y puedes pasar a otra en cualquier momento, entonces decides –entonces decido- aprovechar y disfrutarlo como si se acabara mañana. Es la moraleja más vieja: un carpe diem como una casa. 
Y estar así probablemente más preparado para los finales. Un final no se puede asumir bien si llega de repente y sin haber pensado en él previamente. Y ya lo dice el publicista, crecer es aprender a despedirse.

Pero saber que lo que hoy te sobra, un día te va a faltar, es una sensación muy extraña.
Porque no se puede hacer nada.

Porque no puedes tomar esa decisión de aprovechar al máximo lo que tienes ahora, porque te parece una mierda. Y lo peor es saber que, con el tiempo y mirando para atrás de lejos, dejará de parecerte una mierda. Porque el recuerdo consiste, más veces de las que debería, en idealizar el pasado.
Eliminamos las partes malas y nos quedamos con las suficientes buenas como para poder mirar atrás y decir qué tiempos aquellos. Cuando a lo mejor no lo fueron tanto. O sí, y no fuimos capaces, por aquel entonces, de ver que había mucho más bueno de lo que pensábamos. Que lo malo nos cegaba, hacía mucho ruido, y realmente no era para tanto. Que no le dimos la importancia que debían tener a algunas cosas y le dimos demasiada a otras que no se la merecían.

Supongo que hay que relativizar. Que ni lo malo es tan malo, ni lo bueno fue tan bueno.

Pero Alemania me enseñó a mirar más para adelante que para atrás. No a echar de menos el ayer, sino a pensar que mañana estaremos echando de menos el hoy. Que el hoy es el ayer nostálgico de mañana. Lo cual sólo nos conduce a una conclusión: disfrutar hoy, siempre, para mañana poder decir, y esta vez con razón, qué tiempos aquellos. Y qué bien los aproveché.